Durante los últimos años, el discurso empresarial sobre la inteligencia artificial ha girado casi de forma obsesiva en torno a su capacidad de automatizar tareas, reducir costes y aumentar la eficiencia operativa. Es una narrativa cómoda, pragmática, que encaja bien con la lógica del corto plazo. Sin embargo, es también una visión limitada, que corre el riesgo de situar a las organizaciones en un lugar conservador, justo cuando el verdadero valor diferencial de la IA empieza a emerger: su capacidad para ampliar el pensamiento estratégico.
Porque la IA no solo hace cosas; “piensa” con nosotros. O, mejor dicho, nos obliga a pensar de otra manera.
En el trabajo diario de agencia, ya se está observando cómo la IA comienza a alterar las formas tradicionales de diseñar estrategia. Por ejemplo, al definir un posicionamiento de marca en sectores emergentes, no se parte únicamente de los habituales análisis de competencia o de las encuestas de percepción. Se incorporan modelos generativos capaces de rastrear grandes volúmenes de señales débiles: publicaciones académicas, foros especializados, conversaciones en redes, informes técnicos o papers sectoriales. De ese cruce de fuentes surgen patrones todavía incipientes que permiten anticipar movimientos de mercado antes de que queden del todo consolidados.
Algo similar sucede cuando un cliente aborda procesos de expansión internacional o reposicionamiento en nuevos segmentos. Los equipos ya no trabajan únicamente con las clásicas matrices de riesgo, sino que simulan escenarios multifactoriales donde la IA ayuda a ponderar variables regulatorias, sociales, culturales o reputacionales de forma más integrada. No se trata de obtener certezas, pero sí de reducir el margen de lo puramente especulativo.
Incluso en las propias dinámicas internas de ideación, la IA empieza a tener un papel relevante. En procesos de definición de territorios de marca o de exploración de nuevos modelos de negocio, los sistemas generativos funcionan como un coprocesador creativo. A menudo no ofrecen respuestas cerradas, pero plantean ángulos o provocaciones que de otro modo no habrían surgido. No es tanto que la máquina sustituya el pensamiento, sino que tensiona y amplía el marco cognitivo de los equipos.
Todo esto, eso sí, obliga a un cambio de mentalidad en quienes dirigen estos procesos. La clave no está en tener acceso a herramientas cada vez más sofisticadas, sino en desarrollar el criterio para saber interpretarlas, cuestionarlas y gobernarlas. La inteligencia artificial no resuelve los dilemas estratégicos; los hace más transparentes. Quien sepa convivir con esa complejidad aumentada tendrá ventaja.
El verdadero salto competitivo no estará en las empresas que automaticen más tareas, sino en las que consigan pensar mejor. Y para eso, la IA ya no es solo un recurso técnico, es un interlocutor cognitivo.
